La pequeña matadora luce en la dehesa su librea, y sobre su particular jardín busca el sustento sobrevolando el encinar a baja altura. De pelo, pluma o escama, la diversidad de presas se multiplica por estos pagos amables hasta la saturación, diversificando la vida por sus entretelas. Y en la Sierra de San Pedro es por mayo, ese mes que irrumpe verde y se marcha amarillento, cuando el esplendor se desparrama, el color explota a borbotones y todo hijo de vecino, animal o vegetal, propaga genes para contribuir al milagro. Sabe la calzada de la bondad del entorno y por eso aquí tolera proximidades competidoras sin pasar del gesto amenazante del píleo erizado. A pesar de su dieta, también ella aporta su granito a la vida con mayúsculas sobre el estoico alcornoque.
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Como en casi todas las rapaces suele ser el macho de la pareja el encargado de cazar, en este caso un hermoso individuo de morfo oscuro.
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Tras comer el macho un poco acude la hembra, esta si del color mayoritario en la especie, a reclamar su parte y se produce el intercambio de la presa.
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De esta guisa protege la calzada su comida cuando sobrevuela alguna rapaz que pudiera arrebatársela. Milanos negros, azores y ratoneros suelen ser vecinos suyos con los que en ocasiones intercambian nidos de diversas temporadas.
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En estas sesiones del año 2010 la distancia llegó a ser increíblemente corta como se aprecia en este retrato originariamente en horizontal y que he "verticalizado" para la ocasión.
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Llevándose los restos camino del nido.
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El aseo después del desayuno lo hacía en una rama a un metro escaso del suelo frente al hide, señal de tranquilidad y confianza absoluta hacia el mismo. En ocasiones así el fotógrafo, si además de ser fotógrafo es naturalista, disfruta doblemente, pues solo la presencia y observación de esta bella rapaz a escasos seis metros acicalándose sin recelo alguno merece lo vivido en la estrechez de los 90 cm cúbicos del hide, y procede dar las gracias a la pequeña matadora por permitirme tal lujo.