La sierra hace gala de todas sus criaturas con orgullo protector de madre variopinta. Ofrece abrigo el monte a quien lo necesite, incluso a los señores de ósea cornamenta que pasean su porte por la sierra de San Pedro, ya huérfana de lobos permanentes. Pero otra vez el hombre aspira a pastorear lo salvaje a su capricho. Agoniza el verano y arde la cañada de ungulados amores. Se entonan cantos de guerra y la sierra de San Pedro rompe en gemidos de coros enamorados. Savia nueva brotará de la batalla y en primavera, cuando la jara vista de blanco y el cantueso de violeta, habrá ojos grandes, cristalinos, entre brezos y madroños, mirando con asombro la silueta del buitre en las alturas.
De lo más común resulta la estampa del ciervo o venado entre los alcornoques y jaras de la sierra de San Pedro, y no por ello menos majestuoso.
También monte abajo, entre las encinas se desarrolla la berrea, y suele ser en los claros sin matorral donde se reúnen los harenes, allí donde las ciervas salen a pastar.
El resultado será un nevado retoño que asegure el futuro en sus ojos; unos ojos que son, para el que escribe, de lo más hermoso que en nuestros montes brilla.
Por desgracia hoy este espectáculo silvestre se encuentra un tanto descafeinado. La codicia de las fincas dedicadas a la caza mayor, muchas casi en exclusiva, dejando de lado otros aprovechamientos tradicionales muy positivos para el mantenimiento de las mismas en optimas condiciones ecológicas, a supuesto un incremento excesivo de ciervos en la mayoría, con los problemas que conlleva tal carga ganadera, confinada en recintos más o menos grandes con las llamadas vallas cinegéticas que impiden el normal transito de ciervos y otros animales ajenos a tal negocio.
Son muchas las fincas en las que resulta obligada la alimentación artificial para mantener el número de reses, superior en muchos casos al que la finca puede mantener con sus recursos. Y prácticamente en todas en la época de berrea, previa y próxima a las monterías, se les echa comida en lugares concretos con la intención de atraer el mayor número de hembras, y por consiguiente, el mayor número de machos y los mejores trofeos.
Pero precisamente esa masificación estanca en un lugar cerrado provoca a la larga problemas de consanguinidad, dando como resultado ejemplares más pequeños y con malformaciones; es decir, lo contrario a lo que se persigue, grandes ejemplares de cornamenta perfecta como el de la ilustración, muy codiciados por los monteros y por tanto bien pagados.
Otro "daño colateral" de las alambradas son las muertes por choques fortuitos de los ciervos, que todos los años se cobra un alto número de ejemplares. En las fincas por las que pasa la vía férrea y a los dos lados de la misma, cada pocos metros se encuentran huesos y restos de cadáveres junto a las alambradas de separación, fruto de las estampidas provocadas por el paso de los trenes, que sobre todo por la noche deben asustar a los ciervos que deambulen en sus cercanías, y en la huida a la desesperada se estampan contra ellas, matándose en el instante por el impacto o de cansancio y sed tras quedar enganchados como el de la foto.
El exceso de ciervos, sobre todo ciervas, en ciertas fincas permite fotografiarlas desde el coche con escasa dificultad; tienen pocas hectáreas para retirarse y terminan acostumbrándose a los vehículos.
Cierro la entrada con esta fotografía de un ciervo saltando una alambrada como símbolo de la imposibilidad de poner puertas al campo, algo que nunca se debiera permitir y es demasiado común por tierras extremeñas.
La Berrea
Cuando de amor adolece el venado
rompe en gemidos la sierra,
grave coro enamorado
entona salmos de guerra.
Ya el jaral está nevado.
Luz y vida resucitan
con los ojos rebosantes
de esperanzas que palpitan
con apremios de gigantes.
Otros amantes ya gritan;
ya braman otros amantes.