Para la timidez es un alivio vivir emboscado entre las sombras que ofrece la arboleda, y resulta más fácil ver y no ser visto, cuando ver es imprescindible y no ser visto necesario. Ayuda también, y no poco, el traje barrado de grises pizarrosos, difuminados claroscuros destinados a la confusión del prójimo, y el vuelo silencioso, acostumbrado a quiebros milimétricos esquivando en el camino los obstáculos arbóreos propios del entorno, evitando la exposición del cicleo notorio entre las nubes del que otras rapaces hacen gala; salvo los pocos días que el amor trastoca la razón, pues como dijo el poeta: “…en amor locura es lo sensato” . No ayuda sin embargo la voz aguda y estridente, aunque ciertamente se usa solo cuando es preciso y no importan semejantes caracteres. Hacer de la timidez modo de vida, estar sin parecerlo, ese es el fin, y casi siempre lo consigue.
Pero a pesar del sigilo otros ojos lo intuyen y lo encuentran, entornados ojos de mirada franca que, sin el rojo ambarino del azor, se muestran similares en eficacia cuando la ventana del campo los desborda. Son los ojos de Manolo, amigo que acumula en su retina el saber de muchos años de campeo, y a quién dedico esta entrada eternamente agradecido. Son muchos años ya buscando rastros del Príncipe de las sombras casi siempre en vano, y tras alguna aislada ocasión infructuosa, incluso fuera de nuestra comunidad, su escasez en la Sierra de San Pedro hizo tarea imposible fotografiarlo; hasta ahora que gracias a Manolo es una realidad lo que hasta hace poco era un utópico deseo. Y lo mejor es que todo apunta a que puede repetirse.