Por aquel entonces el pueblo se incrustaba en la dehesa, una dehesa plana, vetusta y vigorosa a tenor de su continuidad hacia el este. Pero la necesidad de madera para diversas funciones supuso la amputación de los pies más cercanos, el destierro del arbolado hacia los cuatro punto cardinales se acentuó poco a poco, lentamente se abrieron claros cada vez más grandes en la bandada verde y ocre de los monumentos vegetales. Y se detuvo a tres, cuatro o seis kilómetros del pueblo según hacia donde se mire. En esa franja de pastos, hierba rala, sembrados y paredes derruidas aun quedan testigos que sobrevivieron sin saber como ni porqué. Encinas solitarias que nunca supieron de la cercanía de sus congéneres, que desconocen su condición de gregaria en la manada, que nunca pudieron hablar con el viento de sus copas al unísono, tan solo el rumor del pasto o del trigal conversa con sus ramas. Como gigantes del llano se yerguen solitarias estirando sus manos; menhires vivos del horizonte azul; vestigios de otro tiempo.
Bellota de encina
Encina solitaria en el llano
En medio del sembrado
Almas gemelas
Encina al anochecer